CUENTO
DE NAVIDAD DE 2015
Del porqué los
dogos canarios son atigrados o barcinos y llevan las orejas cortadas.
Tras
una dura jornada de trabajo ayer, llega el día del Señor, el “Dominus Dei”, el
domingo, día en el que los Cristianos adoramos al Dios del Universo que llena
el Cielo y la Tierra de Su Gloria, me dispongo a escribir el tradicional Cuento
de Navidad, ese cuento “sui géneris” en el que doy una explicación del porqué
cada raza tiene unas concretas características y este año le toca al Dogo –
Presa Canario (que tanto monta, monta tanto según el diccionario de la Real
Academia de la Lengua Española), esa raza maravillosa que he visto creer y ser
reconocida por la FCI de la mano de los señores a los que dedico este que hoy
leéis: Don Jacinto Martín Abrantes y
familia, mi “otra” familia de la Gran Canaria y a don Felipe Alberto Llano
Palacios y familia, mi “otra” familia de
la ribera del Guadalquivir, en ellos me miro en el espejo de la raza por su
amor a ella y por los muchos méritos que les asisten. Este es mi regalo de Navidad .
Otro
de los motivos es un “solemne cabreo” que a este que hoy se dirige a ustedes le
han comentado del reciente Eukanuba Dog
World Challenge… me han contado que se han visto un par de perros con rabos
mutilados, por lo que, modestamente entiendo que se ha discriminado a “Grado”
por el tema de sus orejas. No continúo pues no está en mi afán la discordia ni el
enfrentamiento a nadie y menos en estos tiempos de perdón con el que debemos
como católicos impregnar el espíritu de la Natividad de Nuestro Señor.
Una
vez dicho todo ello os dejo con este nuevo cuento que escribo escuchando música
barroca, concretamente el Oratorio de Navidad, BWV 248, de J.S Bach, uno de los
compositores que es quien mejor han alabado a Dios con su música Sacra.
CUENTO DE NAVIDAD
Corrían los tiempos de la Primera Natividad
de Nuestro Señor, esa fecha en la que Dios Nuestro Omnipotente Padre, hizo el
mayor regalo al Mundo, nos regaló la Vida de Jesucristo, Su único Hijo, para
redimirnos a todos sus hijos para que todos los que creemos en El tengamos la
Vida Eterna, tal y como nos dice el Apóstol San Juan en el 3:16 de sus
Evangelios, que parafraseo de este modo torpe.
“Y Roma la dueña del Orbe mandó crear un
censo por estirpes, tal y como se estilaba en la cultura latina, y por ser ambos de la del Rey David, hubieron de
desplazarse San José, nuestro casto padre putativo y Nuestra Madre la siempre
Inmaculada Virgen María a Belén, que en aquella época andaba abarrotada de
gentes, por estar casi al expirar el plazo de ese censo que por Decreto ordenó
el Emperador César Augusto para todo el Orbe Romano, incluido el protectorado
de Judea.
El camino desde Nazaret fue duro,
especialmente para la Virgen que, embarazada y en avanzado estado sufría el
camino para inscribirse en la ciudad de origen de la Real Estirpe. No estaba en
el ánimo de los Romanos alterar las costumbres de los pueblos que dominaban y
por ello se hizo al estilo hebreo pero tampoco estuvo en el ánimo de Publio
Sulpicio Quirinius el poderoso
gobernador de Siria prever nada para los desplazados ni fonda ni cama, como
hubiese sido lógico en su condición de oficial del ejército de Roma.
El Cirenio, militar, aristócrata, senador y
cónsul de Roma (libre traducción del nombre del gobernador al griego, realizada
por San Lucas) gobernó la Siria con mano firme desde el año 6 a.C hasta el año 9 d.C y realizó este primer censo y otro posterior para corregir los errores
del mismo siendo ya Cristo nacido. Este censo no fue realizado por amor a los
súbditos de Herodes sino con vistas a cobrar los impuestos pertinentes que
junto a Coponio su mano derecha en el gobierno de Judea recaudarían para
enriquecer a la “Caput Orbis”, ROMA, un gigante ansioso de oro para pagar su
enorme tren de vida y calmar a las voces de la indómita plebe que demandaba Pan
y Circo.
Más de 140 kilómetros, cinco días
agotadores de camino polvoriento, de posadas inmundas y de incomodidades para
llegar a cumplir con la obligación establecida por el nuevo Orden…y al llegar a
Belen ni posada ni fonda, ni cama ni comida…San José desesperado tenía las
lágrimas saltadas de sufrimiento e impotencia y nuestra Santa Madre al cabo se
puso de parto…ni el hueco de una escalera encontraron para refugiarse.
La ciudad se vistió con una zamarra
de sucia nieve, entre blanca, marrón y ceniza; el frío apretaba y la noche se
cerraba. En ese deambular por las callejas un viejo le indica a San José la
existencia de una cuadra excavada en la roca a las afueras de la ciudad y hacia
allí se dirige el Santo Matrimonio. En ese interim se produce una escena que
por desgracia hoy todavía sucede: un matarife, un jifero romano armado con una
gran estaca apalea a un pobre moloso asirio-babilonico, de esos que usaban para
el agarre de los toros en los corrales como ayuda para inmovilizar a las reses y
exclamaba “vete, fuera maldito viejo, ya no sirves para el agarre, fuera,
fueraaaaaaaa”.
El pobre animal, de color arena y blanca
máscara donde otrora fue negra, hecho un saco de huesos se alejó de la puerta lloriqueando y cojeando
de debilidad, hacía días que no probaba
bocado ya que su proverbial fuerza se acabó mermada por los años de agotador
trabajo y la vejez; ya no tenía aliento ni para disputar las miserables sobras a
los perros parias que, como apestados, recorrían Belen disputándose alguna
inmundicia, se echó cerca de un montón de leña a esperar sereno a la muerte.
San José se apiadó de él, paró un
momento, chasqueo los dedos y el animal manso se acercó a él…le dio agua con sus
manos y la Virgen sacó el último pedazo de pan que llevaba y se lo ofreció; no
podía ni comer, las santas manos lo partieron en pequeños pedazos y comió poco
a poco mirándolos con sus agradecidos ojos blanquecinos por la edad y moviendo
su rabo en señal de alegría.
El viento arreciaba y se refugiaron
por fin en el modesto portal medio excavado en la piedra y allí, del modo más
humilde del mundo, entre una mula y un buey, entre la dorada paja del trigo,
dio a luz el Santo Vientre y Dios cumplió así su promesa y nos envió a su único
hijo para que muriese por nosotros.
Una estrella con cola y una luz que
el hombre no puede describir alumbraron aquella cuadra, en cuyo pesebre
envuelto entre improvisados pañales dormitaba el Rey de Reyes. Las palomas con
su arrullo cantaban la Gloria del Divino Nacimiento, y llegaron los pastores y
adoraron al Niño que había nacido ya, y también le cantaron y llevaron viandas
y las compartieron con los desfallecidos Padres y de nuevo Ellos alimentaron al perro abandonado con pan y
tibia leche, queso y algo de carne seca
con los que los más humildes
agasajaron a la Sagrada Familia.
Tras ello llegaron los tres magos de
Oriente que ofrecieron los símbolos que todos los gobernantes debieran recibir
para que recordasen su condición, especialmente la mirra, perfume con el que en la antigüedad se
ungía a los muertos, adoraron al Niño y retornaron a prisa a sus residencias
ayudados por sus lacayos y camellos, temerosos del taimado Herodes que les
pidió ser avisado del nacimiento de ese nuevo Rey de Judea.
Transcurría con placidez el tiempo
para todos ellos, hasta que se apareció un ángel, para indicarles que debían
huir a Egipto, para evitar la orden de Herodes que mandó asesinar a los niños menores de
dos años, y sus tropas estaban cumpliendo. San José buscó una modesta
borriquilla y subidos en ella Nuestra
Abogada ante Dios y el tierno infante emprendieron camino; los soldados se
acercaban, los llantos precedían su carnicería. La Virgen llamó al viejo perro
de briega y él la miró y se echó en el umbral del Portal y no se movió, Nuestra
Madre lo entendió todo, el viejo guerrero se preparaba para su última batalla
y las lágrimas empañaron los venerados
ojos … llegaron los soldados y el perro sacó su más fuerte y ronco gruñido, les
miró a los ojos y les atacó. Atacó con
toda su fuerza y bravura para entretener a la tropa que, informada del Sacro parto quería entrar en la cueva a matar
al recién llegado.
Uno de los soldados más próximos
intentó patear al perro y fue mordido con fiereza y gritó, los demás
desenvainaron sus espadas y fueron a por el animal, perdió sus orejas y su
cuerpo dorado como las arenas del desierto se cubrió de cortes y de sangre; cuando
el moloso presintió que sus protegidos estaban bastante lejos del peligro se
dejó matar y acabó su sufrimiento, dando
generosamente la vida por quienes le dieron de beber cuando apenas tenían agua
y de comer cuando sólo tenían un mendrugo. Su último estertor de vida fue para pensar en ellos.
La Virgen escuchó el silencio de la
noche y al volverse San José le miró, con rostro severo y triste,
movió la cabeza un par de veces y siguió andando a paso ligero tirando de la
borriquilla, la Virgen rezó y pidió a Dios
por el pobre perro de carnicero, para que le diese un lugar cerca del
cielo y que lo bendijese como recuerdo a su hazaña con un color peculiar y un
buen lugar para que sus descendientes viviesen, y Dios en su Infinita bondad
así se lo concedió y en recuerdo a ese perro sin nombre sus descendientes
tienen una tierra propia, Canarias, Can Arius, tierra de los perros, y tienen
un color peculiar el color atigrado que recuerda con ese manto por el que
asoman tonos arenas las heridas de las espadas que recibió su antepasado y se
les corta las orejas para que no olviden que deben ser púgiles y titanes en la
defensa de su familia y sus pertenencias en recuerdo del viejo héroe que fue
directamente al Arco Iris donde nos esperan todos los perros que como bravos
escuderos abren el camino al más allá para que no le tengamos miedo…"
Rafael Fernández de Zafra.
Navidad del Año de Nuestro Señor de
2015.
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